Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.
-¿Qué es guerra?- había preguntado a mi madre. Y ésta me había contestado: -Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros. -Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra. Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.
Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.